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¿Resiliencia? – I

Dr. José Abad – Poner nombre a una cosa es una forma de apropiársela. Uno de los términos que está muy de moda es la palabra resiliencia. Se encuentra en todas partes, lo que provoca que su significado se desfigure. Una palabra que se emplea hasta el hartazgo suele perder eficacia, incluso produce aversión. Quizá sea un cliché, un latiguillo que nos sirve para seguir hablando.

Es obvio decir que la vida tiene sus reveses y que pasamos el tiempo sobreviviendo a pequeños y grandes naufragios; traumas individuales y catástrofes colectivas y que, sin embargo, es el deseo de vivir el que nos alienta a seguir. Pero siempre ha sido un misterio cómo hacerlo y cómo algunas personas lo consiguen y superan. Los secretos de la felicidad y buena vida siguen sin aparecer.

La neurociencia considera a la resiliencia como una propiedad de los sistemas biológicos, la cual se desarrolla en los diferentes sistemas del organismo, permitiendo la adaptación del mismo y permitiendo así su homeostasis (equilibrio) principal. También, intervienen mecanismos neuroquímicos: se ha comprobado que la dopamina crea motivación y deseos de vivir. Aumenta nuestra curiosidad y vencemos la pereza. Si la dopamina escasea, disminuye la capacidad para conseguir lo que te gusta, lo que te apetece. Sin embargo, también se ha comprobado que variar lo cotidiano, salir de la rutina, aumentar la actividad, supone un aumento de la dopamina.

La neurociencia considera a la resiliencia como una propiedad de los sistemas biológicos aunque el hombre es naturaleza y también es cultura. El ser humano, de manera consustancial, se ha enfrentado a la adversidad, a pesar de su fragilidad y vulnerabilidad que lo constituye. Nacemos prematuros y dependientes. Al niño se le va “construyendo” a través de mensajes de aceptación de sus carencias e imperfecciones, pero también de su capacidad y habilidad para mejorar. Esta doble actitud es el centro del existir: ni dejación ni sobreprotección.

 

La llegada de lo humano

La resiliencia nada tiene que ver con resistir y superar una contingencia (un traumatismo, una pandemia, un duelo, un daño…) y, desde siempre, hemos buscado una respuesta en los relatos orales y la narrativa. Desde Homero (s. VIII A.C.) y su poema fundador, ‘La Ilíada’, hasta la ignominia, el horror del Holocausto, el Gulag y la actualidad más lacerante, podemos constatar cómo el ser humano está preparado para resistir hambrunas, guerras, pestes y tragedias inimaginables.

En realidad, la mitología no deja de ser un conjunto de relatos fabulosos que nos hablan de la condición humana frente a fuerzas inhumanas y acontecimientos trágicos. Nos habla de resistir y sobrevivir en situaciones espeluznantes.

La resiliencia se desarrolla en los diferentes sistemas del organismo, permitiendo la adaptación del mismo y permitiendo así su homeostasis (equilibrio) principal. Sin vida imaginaria, el hombre, como animal, queda atrapado en el presente y en la estricta materialidad de las cosas. Vivir es otra cosa. La ensoñación es imprescindible. El ser humano, de forma natural, construye su imperfección y su capacidad para mejorar. “Lo importante no es lo que hacen de nosotros, sino lo que nosotros hacemos de lo que hicieron con nosotros” (J.P. Sartre).

Hay una verdadera voluntad de salir de una situación adversa; no sólo resistencia. El ser humano tiene un temperamento, una aptitud básica para analizar y resolver dificultades. La creencia de que la vida merece ser vivida. Y sobre todo establecer una relación fuerte con adultos y ocuparse de los otros, fundamentalmente de los niños.

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